Hasta que conoció a esos dos jóvenes, Lampedusa sólo hablaba de literatura con su primo Lucio, pero su primo no se movía de su casa en el campo, que era un vergel pero quedaba a 150 kilómetros de Palermo por caminos de montaña. El primo Lucio era un solterón que vivía con cincuenta perros, creía en el espiritismo, componía magníficats en su piano desafinado y un día, ya casi sesentón, se puso a escribir poemas que le mandó a Eugenio Montale, que quedó fascinado con ellos. La anécdota es preciosa: había un congreso literario en las Termas de San Pellegrino, cada escritor consagrado debía elegir un valor promisorio para presentarlo en sociedad, Montale avisó que llevaría a un joven poeta siciliano y cuando llegó a las termas descubrió que su joven promesa era el primo Lucio, que había ido acompañado del primo Giuseppe, el Príncipe Lampedusa, los dos de traje y sobretodo, los dos venidos de otro tiempo. Lampedusa estuvo los tres días del congreso sin pronunciar palabra, escuchando y asintiendo educadamente con la cabeza, pero cuando volvió a Palermo tuvo “la certeza matemática de no ser más tonto que Lucio y los demás que estaban allí en San Pellegrino, de manera que me senté a mi escritorio a escribir una novela”.
Lampedusa tenía 59 años cuando empezó a escribirla y se iba a morir a los 61. Durante su último año de vida, mandó El gatopardo a varias editoriales de Turín y Milán y se la rechazaron en todas. Dos semanas antes de morir, cuando estaba en Roma haciendo un tratamiento de cobalto por su cáncer de pulmón, recibió la última carta de rechazo. Era un informe de la editorial Mondadori. En él, Elio Vittorini, siciliano como Lampedusa pero comunista y paladín del neorrealismo, decía: “Sólo se podría amar este libro si hubiese sido escrito hace muchísimo tiempo y lo hubieran descubierto ahora”. Así fue como se lo leyó en el mundo entero, cuando se publicó, un año después de la muerte de su autor: como un objeto venido de otro tiempo, como un regalo que nos hacía el pasado antes de extinguirse.
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